La que fuera durante muchos años una ciudad
internacional, continua siendo una ciudad internacional… No se si eso es bueno
o malo.
Llegué a Tánger en tren, pensando en espionaje,
intrigas internacionales y potencias moviendo piezas en tableros imaginarios
para adueñarse del Mundo. Todo esto en un ambiente (y voy a usar una palabra
que como viajero empecé a odiar) exótico. Obviamente no encontré nada de eso;
creo que estoy viendo demasiadas series, más que nada porque lamenté darme
cuenta que eso no iba a suceder.
Bajé del tren en un día muy soleado, caminé
atravesando el sonido de las diversas lenguas que entre sí hablaban mochileros jóvenes
y familias con valijas. Con mi bolso y mochila, mi ropa deportiva pero yendo
hacia un tema de trabajo que hasta el momento me inquietaba, no sabía bien con
cual grupo debía identificarme. Mientras iba caminando hacia la salida, con el
sol del mediodía norafricano todavía golpeándome en la cara, empecé a sentir el
olor del mar.
Siempre me definí como un tipo de playa.
Respirar hondo y sentir el aroma marino, puede hacerme olvidar, por segundos, de
todos mis problemas. Por eso me alegró ver que mi hotel se encontraba frente al
mar, aún cuando estaba demasiado cerca de la estación para lo que había pagado
en taxi, y el viento tampoco era tanto como en otras latitudes. Allí estaba de
nuevo en un lugar que me hace sentir cómodo. Una playa donde cuando se va la
niebla, se ve España como si estuviera mucho más cerca de lo que está, como si
fuese solo un chapuzón de distancia.
La ciudad me despertó varias sensaciones de
contrastes marcados pero para nada inverosímiles. La primera, como ya había
dicho antes, una sensación de familiaridad. Quizás fue estar parando en una
costanera, donde un paseo obligado al anochecer era la avenida a esa hora donde
el aroma de mar se mezcla con el de los cafés y restaurantes, con sus
televisores encendidos entre el resumen de noticias diario y los goles de
Europa; los chicos que todavía juegan en la playa y las plazas, con los
bocinazos y la música de los autos que se empiezan a arrimar a los boliches.
Ese horario de transición playero que me hizo recordar a momentos de juventud
fue tal vez la reminiscencia más fuerte que sentí desde que vine a vivir a
Marruecos, un deja vu imposible. En un entorno tan distinto fue volver a sentir
algo de casa, sensación que no perdí ni cuando el ruidoso cortejo colorido
acompañaba a un niño de unos cuatro años de edad que iba a caballo a su
ceremonia de circuncisión.
El otro paseo imperdible (no quiero decir “obligado”)
era la Medina, pasando también por la zona de la Kasbah, el viejo fuerte-ahora
museo en reparación. El tumulto en calles cada vez más angostas, el aroma de
las hierbas y especias mezcladas, los sonidos de los puestos de venta de cds,
las perfumerías y puestos de dulces típicos. Todo en un ambiente diferente al
que fue siempre mi entorno, pero nada difícil de habituarse. Los lugares se
fueron haciendo imponentes con el correr de los minutos: como antes respiraba
mar, ahora respiro historia; no tiene objeto tratar de distinguir entre lo que
verdaderamente sucedía en esos pasillos y lo que los viajeros imaginaron
encontrar. Todo eso es una sola sensación, cosas que se mezclan como pasa con
la insistencia de los comerciantes y la hospitalidad de los modestos hosteles.
Son los viejos edificios, la vieja ciudad como
imagino que debe haber sido hace décadas, antes de volver a formar parte de
Marruecos. Algunas construcciones imperdonablemente vacías, arruinadas y sin
posibilidad de ser recicladas se encuentran listas para perderse y así
construir más torres.
La gente del lugar ve con preocupación ese
fenómeno. Hablando con algunos, creen que la construcción acelerada, está
alterando la particularidad de la ciudad, eso que la hace tan distinta del resto.
Algo de razón deben tener. Las torres avanzan, las viejas casas y edificios se
van yendo, los terrenos baldíos están ya loteados. Pero si uno observa con
atención, muchas torres y edificios están a medio hacer; construcciones paradas
que no se sabe cuando serán reanudadas. Lo moderno deja de serlo cuando queda
sin terminar. La respuesta siempre es una: el financiamiento se acabó. Y eso
siempre depende de cómo va el negocio. ¿Qué negocio?, ¡El negocio! Aaaah… Mejor
no decir nada más que eso.
Noche de jueves y noche de viernes. Empiezan a
llegar los micros y combis con turistas, así como los ferrys van y vienen de un
lado al otro del estrecho. En su mayor número son españoles, aunque también se
escucha alemán, italiano y el inconfundible acento del portugués lusitano.
Comento medio en broma a un marroquí que pareciera que el fin de semana los
marroquíes viajan a Tarifa y los españoles ahí, a Tánger. Se ríe, lo cual
estimo una aprobación de mi comentario.
Hubo otros momentos memorables, no
necesariamente relatados en orden cronológico.
Fui viajando a la parte de Tanger Med, la zona
portuaria. Ahí a unos pocos minutos está el enclave español Ceuta (Sebta para
el irredentismo marroquí). Lo más trágico es que su cercanía es percibida por
los migrantes subsaharianos, que ruegan ser llevados al otro lado del portón.
Sin éxito vuelven a adentrarse en la parte marroquí, esperando mejor suerte al
día siguiente. Es trágico porque sabemos que no la tendrán, ni el siguiente, ni
el que sigue, y así…
Yendo más kilómetros, ya no recuerdo para qué
dirección (perdone el lector esta seguidilla de imprecisiones geográficas) se
ve del otro lado del estrecho el peñón de Gibraltar… ¿Un rompecabezas mal
armado?. Ya uno pierde la noción de entre cuantos países se encuentra.
Cierro con uno de los recuerdos más fuertes. Me
ubico delante del faro amarillo, lugar ideal para una foto. El agua verdosa el
Océano Atlántico se mezcla con el azul del Mediterráneo. Espero que llegue el
viento, para volver a sentirme a gusto, en ese estado ideal.