Suele pasar que los viajes más repentinos e
inesperados son los que se disfrutan más. Este fue el caso de mi viaje corto
pero intenso a Marrakech, del cual me enteré un día y medio antes de partir.
Sin querer aburrirlos con cifras y estadísticas,
Marrakech es una de las ciudades que captan más turismo internacional en
Marruecos, midiéndose las cifras en millones de personas. Si bien la crisis
económica en Europa, uno de los principales orígenes del turismo llena a sus
habitantes de interrogantes, mi impresión final fue que aunque sea por inercia,
por un tiempo más la ciudad va a vivir al ritmo de los extranjeros. La gran
cantidad de complejos hoteleros, hace pensar en una sobreoferta que no se sabe
hasta que punto no va a perjudicar a la ciudad. Aclaro que voy a omitir la
enumeración de rigor de super-celebridades internacionales que pasan vacaciones
o alguna fiesta ahí, lo importante es que son muchas y tienen mucho dinero.
Todo esto me remite a las primeras impresiones
al llegar. Estos días no alcanzaron para que me convertiera en un experto en la
ciudad, debo aclarar. El viaje se debió a cuestiones meramente laborales, así
que mis impresiones sobre la ciudad son superficiales, y se centran más que
nada en el contraste entre lo que vi y lo que me imaginaba antes de ir.
Se la conoce como “ciudad roja” porque (no hay
que ser brillante para notarlo) es el color predominante en todas sus
construcciones, por lo general casas y edificios bajos, que siguen todos un
mismo estilo clásico. Las construcciones (el hotel donde me hospedé es un claro
ejemplo de eso) remiten a un misticismo atribuido a la ciudad que se busca
alimentar, lo cual no permite, a simple vista, diferenciar entre lo típico y
antiguo, de lo artificialmente creado para encandilar turistas y hacer que
derramen sus euros. Al recorrer la ciudad, era inevitable notar el trabajo de
alambrado de algunas calles; parecía una custodia, una medida de seguridad para
algo supuestamente grave, pero por suerte nada de eso: están preparando las calles
para un gran premio de automovilismo, del cual me enteraré prontamente. Nada
que temer.
Uno de los paseos obligados es la Medina,
mezcla de algo típico y autóctono y espectáculo armado para (nuevamente)
deslumbrar al turismo. Tal vez haya de las dos cosas: lo cotidiano se mezcla
con una pizca de sobreactuación. A quienes nos molesta esto último de cualquier
lugar, el momento en que se llega a la Medina de Marrakech se torna chocante
por lo invasiva que su gente puede parecer. Toma un cierto tiempo acostumbrarse
al ambiente y luego empezar a sacar algunos de sus códigos, así como no dejarse
ganar por el fastidio e irse de ahí. Al pasar las horas, se empiezan a armar
los puestitos de comida; si uno los elige con sabiduría, se pueden convertir en
algo ameno a bajo precio. Una mala elección arruina cualquier estadía… es casi
como un juego.
Pero la ciudad vive del turismo, sin dudas.
Esto se corrobora con los horarios, más si uno cae fuera de la temporada
turística. Los desayunos duran hasta tarde, cuando en otras ciudades te
levantan la mesa pasadas las 10, al mediodía los comercios y shoppings se
encuentran vacíos y los almuerzo arrancan a las cuatro de la tarde, los
boliches arrancan en horarios más “argentinos” que extranjeros: se respeta la sagrada costumbre de la previa, parece. Los tiempos
parecen manejados por los turistas, sin apuros ni obligaciones.
La vida nocturna… ahí es otra historia. Justo
me tuve que ir cuando estaba empezando.
Tal vez para la próxima. Prometo una próxima.
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