Si les digo que estuve en Casablanca, la
mayoría de los lectores de esta frase van a pensar en la película. Incluso es
probable que estén tarareando la musiquita famosa. Después me doy cuenta que el
hecho de estar suponiendo esto, significa que yo también hice esa asimilación
mental. Para calmar a los ansiosos, les digo que sí, que sí existe el Rick’s
Café, o al menos un clon medianamente convincente para quienes quieran
refugiarse en un ensueño fílmico. Quien quiera pagar por unas horas de ilusión,
puede hacerlo. No lo digo burlándome ni haciéndome el superado, yo pienso ir
algún día.
Ahora que me saqué de encima la referencia
obligada puedo seguir contando como fue la experiencia en general.
Casablanca es, en el sentido económico, la
ciudad más importante del país. Centro económico-financiero del país, así como
centro portuario y aeroportuario. Esto influye en su paisaje de grandes
edificios y torres. Pero a todo esto, se le debe sumar que, por ser una ciudad
costera, una serie considerable de atractivos turísticos en la playa, y una diversidad
agradable de espectáculos culturales, cafés y restaurantes. Además encontramos
shoppings, cines, hoteles a diferentes precios, cadenas internaciones de comida
y diversos signos de modernidad consumista. Todo esto se mezcla con lo clásico
y antiguo. Los edificios imponentes y locales modernos, se mezclan
constantemente con las viejas construcciones tradicionales o los resabios de la
colonización francesa, en una distribución que (al menos en las primeras
impresiones) parece azarosa. Los contrastes se pueden definir tanto como
“fascinante fusión de estilos y culturas” o como “kitsch”; la definición es a
gusto de cada visitante.
La ciudad me hizo acordar en algo a Buenos
Aires: los sentimientos encontrados. El tener todo lo que me gusta (o me puede
gustar) a mi alcance, con el bullicio constante, las multitudes insoportables,
la calles incruzables y los embotellamientos perpetuos. Lo amigable y lo
detestable como dos caras de una misma moneda, impidiendo definir si amo u odio
ese lugar. Pero esa misma ambivalencia parecen sentirla también los propios
marroquíes, así que no debo sentirla como un vicio de viajero.
Un punto que se ha convertido en un emblema de
la ciudad es la mezquita Hassan II. Situada casi en la costa, es tan imponente
que se empieza a hacer visible a medida que uno se adentra en la ciudad. Es la
mezquita más grande de África, y una de las más grandes del mundo árabe, solo
después de La Meca y (tal vez) la mezquita de El Cairo. Al preguntar por su
antigüedad, me entero que es una construcción moderna: fue construida a
principios de los años ’90, durante el reinado del monarca que le da su nombre.
Rodeada por una biblioteca, centros culturales y de estudios religiosos, el
aire marino le confiere una sensación de tranquilidad que ameniza toda visita,
a pesar de la arena que cada tanto suele volar.
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