La primera impresión que había tenido de Ceuta,
era la de una total y absoluta pachorra.
Lo percibí por contactos telefónicos, para un
negocio que nunca se concretó. Esa lentitud para responder y acusar recibo de
los pedidos de quien los contacta por alguna cuestión laboral puede ser tomada
al principio por desinterés; luego uno termina pensando que viven en la
tranquilidad que les da estar en el mar. Después de sentirme como el capitalino
que se burla de la lentitud de la que acusa a otros lugares por el sólo hecho
de no tener los mismos tiempos, tras una serie de viajes por la zona, mi
curiosidad me hizo cruzar las cercas hacia la ciudad que no pensaba conocer.
El cruce lo hice a pie. Ahí asimilé el hecho de
estar en una frontera, muy parecida a todas las que llegué a conocer, una
sensación que no me habían dado los primeros alambrados que separaban lugares
iguales entre sí, solo diferenciados por el color del vehículo de la
gendarmería que se encontraba a cada lado. Un tanto trágica la demora en
percibirlo, si uno piensa la cantidad de muertes que cada semana esos alambres
que yo no había notado significan. Sacados de contexto parecen unas cosas tan
inofensivas e insignificantes…
Al cruzar, asimilé también que era la primera
vez en mi vida que pisaba territorio español. Me lo fue diciendo una seguidilla
de carteles, con los símbolos nacionales y regionales, y también las
publicidades de los comercios. Lo primero era perfectamente entendible. Revelador
era lo segundo: la exaltación de lo propio, el territorio marcado por lo
privado, por lo más frío e impersonal que pueda existir: la publicidad. Pero por
el momento no encontraba ninguna otra señal de algo diferente.
En verdad, las percepciones fueron por etapas.
Al principio no notaba diferencia; o mas bien, era más que antes: se parecía mucho
más a Marruecos (tomando como modelo tal vez a Salé) ese lado de la frontera,
que el lado marroquí. Caminé por una avenida de estilo suburbano que parecía
infinita, siguiendo el curso de la playa. El día nublado y oscuro no ayudó a
dar una imagen amena, a una caminata que parecía no conducir a ninguna parte, o
mejor dicho, a una fortaleza peninsular que cada paso parecía más lejana. Con
los pasos dejaron de verse los marroquíes (al menos aquellos identificados con
atuendos más o menos típicos), y empezaron a distinguirse quienes parecían o
debían ser españoles.
Lo que los caracterizaba era el trote. Ver una
persona corriendo, luego otra, y así, hasta llegar a creer que correr era el
deporte de la ciudad, y que estaba en uno de los últimos bastiones de vida sana
de este Mundo. Pensé en una masividad fomentada por la modesta arquitectura que
mi mente esta descifrando en ese momento (y por los outlets de ropa deportiva
también).
Sin embargo, en algún momento en que ya parecía
inalcanzable, llegué al centro de la ciudad. Definitivamente, no podía quedarme
con esa imagen errónea que me estaba formando. Ahí debí retirar lo dicho sobre
la falta de signos de hispanidad del enclave. Los símbolos y la arquitectura
presentes en cada rincón, invitando a buscar tortillas, jamón serrano, vino
tinto y esos símbolos de hispanidad que uno empieza a codiciar estando del otro
lado de la frontera, sin importar que tan reales sean.
El paisaje era grato, pero por alguna razón no
había mucho movimiento en la calle. Parecía muy temprano (me desorientaba no
saber que hora era en cada lado), pero algo parecía estar pasando que retenía a
la gente, un feriado o algo de eso. El tiempo era poco y decidí emprender la
vuelta, para evitar que se hiciera muy tarde, porque todavía quedaba un viaje
largo. El primer recuerdo que me quedará de Ceuta, es (además del contraste de
impresiones e imágenes ensambladas) el de una larga caminata y trotes hasta un
lugar que no llegué a descubrir del todo.
O, puedo ser más prosaico y decir: la próxima
vez no entro sin auto.
Quedaría Ceuta para otra ocasión, lo mismo que
Melilla, donde todavía no me asomé. Enclaves que en las últimas semanas se
están volviendo célebres por los hechos trágicos que pasan casi todos los días,
cuando los alambrados, utilería insignificante para algunos de nosotros, son saltados por quienes no tienen otra
esperanza que convencerse que todo estará mejor del otro lado.
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