lunes, 25 de agosto de 2014

Fes: orgullo y prejuicio (de mi parte!)



Después de casi dos años en Marruecos, conocí Fes.

Es cierto que esta vez se dio la oportunidad, cosa que antes no. Esto se explica porque tengo el defecto que me auto-limito bastante a la hora de viajar: siempre estoy buscando una razón para hacerlo, la “excusa”. Pero también es cierto que hasta el momento no había tenido interés en conocer la ciudad histórica. Principalmente, me desalentaban las charlas con las personas que me recomendaban ir, las cuales casi siempre se daban de la siguiente manera:

-          Tenés que conocer Fes, no puede ser que todavía no hayas ido.
-          ¿Qué es lo más interesante que tiene?
-          Bueno, para empezar, tiene la medina más grande de todo Mar…
-          FIN DE LA CONVERSACIÓN
-          ¿Eh?

Y así se dio el diálogo numerosas veces, con alguna modificación mínima.



Pero finalmente tenía que conocer Fes. La oportunidad se dio, y me sorprendió muy gratamente, refutando todos mis preconceptos. Por tratarse de un polo de atracción de turismo internacional, percibí que pudo conservar su autenticidad mucho más que otras ciudades supuestamente renombradas.  La medina, por ejemplo, que me producía un interés menos que mínimo, resultó algo inseparable a la vida diaria de la ciudad, en lugar de ser un paseo de compras estratégicamente ubicado para atraer turistas. Su presencia como centro inevitable de la ciudad, hace que uno termine ahí, en lugar de “ir a”. Los artesanos trabajan a la vista, o al menos los vendedores pueden dar una explicación creíble de la procedencia así como del como el significado o utilidad del elemento que venden. Aquí, aprender a diferenciar artesanías de baratijas, es una materia obligatoria es los cursos de supervivencia.

(Lamento desilusionar a los viajeros ávidos de exotismo, pero sí, también hay mucha baratija dando vueltas en Marruecos; no todas las alfombras vuelan, ni todas las lámparas traen un ifrit adentro).

Fes es una ciudad antigua, con relevancia histórica, un rico pasado, y una pieza clave en el armado del esquema de poder del Marruecos actual. Esa es una explicación simple, porque no quisiera ponerme a buscar definiciones y conceptos que después resultan tomados de Internet, que no vienen al caso de la anécdota de mi viaje. Las murallas, y restos de torres del siglo XIV (según me dijeron), son muestra de solidez y perpetuidad, más cuando contrastan con las antenas de televisión satelital, omnipresentes como moho en un pan. Las famosas curtiembres, cliché de los programas de televisión de viajes y turismo, tienen un aspecto “pintoresco” pero no por exóticas (fuera de contexto, solo recordaríamos el olor insoportable), sino viendo de la manera en que se integran al paisaje montañoso y urbano. Al mismo tiempo llegarían (había puesto “luego”, pero se puede hacer todo en simultáneo) los paseos por las mezquitas y madrasas, y la inolvidable visita un museo de no-se-qué, del cual siempre recordaré los alaridos del personal hacia las visitas y los 5 dirhams que me reclamaron por ir al baño a lavarme la cara…






Este viaje se basó en percepciones meramente personales, más que en los anteriores sin duda, así que no voy a poder seguir enumerando datos enciclopédicos. Con algo de espíritu crítico tengo que decir algo que pienso sobre Marruecos: encandila con sus “vidrieras” a quien llega con ánimo de visitar y vivir exotismo, pero cuando uno se afinca y el tiempo pasa, la percepción empieza a resquebrajarse, y la línea entre lo verdadero y lo falso se empieza a borrar. De Fes, una ciudad orgullosa de sí misma y su pasado, voy a guardar un recuerdo grato; porque en una etapa de cuestionamiento al lugar donde me encuentro, me permitió ver que todavía se está a tiempo para encontrar cosas nuevas que sorprendan y permitan vivir experiencias reales, lejos de las puestas en escena para turistas.



Aclaración final: No tengo nada en contra de los turistas. Hasta tengo un amigo turista. 


lunes, 21 de abril de 2014

A una ciudad del norte, yo me fui a trabajar…



La primera impresión que había tenido de Ceuta, era la de una total y absoluta pachorra.

Lo percibí por contactos telefónicos, para un negocio que nunca se concretó. Esa lentitud para responder y acusar recibo de los pedidos de quien los contacta por alguna cuestión laboral puede ser tomada al principio por desinterés; luego uno termina pensando que viven en la tranquilidad que les da estar en el mar. Después de sentirme como el capitalino que se burla de la lentitud de la que acusa a otros lugares por el sólo hecho de no tener los mismos tiempos, tras una serie de viajes por la zona, mi curiosidad me hizo cruzar las cercas hacia la ciudad que no pensaba conocer.

El cruce lo hice a pie. Ahí asimilé el hecho de estar en una frontera, muy parecida a todas las que llegué a conocer, una sensación que no me habían dado los primeros alambrados que separaban lugares iguales entre sí, solo diferenciados por el color del vehículo de la gendarmería que se encontraba a cada lado. Un tanto trágica la demora en percibirlo, si uno piensa la cantidad de muertes que cada semana esos alambres que yo no había notado significan. Sacados de contexto parecen unas cosas tan inofensivas e insignificantes…


Al cruzar, asimilé también que era la primera vez en mi vida que pisaba territorio español. Me lo fue diciendo una seguidilla de carteles, con los símbolos nacionales y regionales, y también las publicidades de los comercios. Lo primero era perfectamente entendible. Revelador era lo segundo: la exaltación de lo propio, el territorio marcado por lo privado, por lo más frío e impersonal que pueda existir: la publicidad. Pero por el momento no encontraba ninguna otra señal de algo diferente.

En verdad, las percepciones fueron por etapas. Al principio no notaba diferencia; o mas bien, era más que antes: se parecía mucho más a Marruecos (tomando como modelo tal vez a Salé) ese lado de la frontera, que el lado marroquí. Caminé por una avenida de estilo suburbano que parecía infinita, siguiendo el curso de la playa. El día nublado y oscuro no ayudó a dar una imagen amena, a una caminata que parecía no conducir a ninguna parte, o mejor dicho, a una fortaleza peninsular que cada paso parecía más lejana. Con los pasos dejaron de verse los marroquíes (al menos aquellos identificados con atuendos más o menos típicos), y empezaron a distinguirse quienes parecían o debían ser españoles.

Lo que los caracterizaba era el trote. Ver una persona corriendo, luego otra, y así, hasta llegar a creer que correr era el deporte de la ciudad, y que estaba en uno de los últimos bastiones de vida sana de este Mundo. Pensé en una masividad fomentada por la modesta arquitectura que mi mente esta descifrando en ese momento (y por los outlets de ropa deportiva también).

Sin embargo, en algún momento en que ya parecía inalcanzable, llegué al centro de la ciudad. Definitivamente, no podía quedarme con esa imagen errónea que me estaba formando. Ahí debí retirar lo dicho sobre la falta de signos de hispanidad del enclave. Los símbolos y la arquitectura presentes en cada rincón, invitando a buscar tortillas, jamón serrano, vino tinto y esos símbolos de hispanidad que uno empieza a codiciar estando del otro lado de la frontera, sin importar que tan reales sean.



El paisaje era grato, pero por alguna razón no había mucho movimiento en la calle. Parecía muy temprano (me desorientaba no saber que hora era en cada lado), pero algo parecía estar pasando que retenía a la gente, un feriado o algo de eso. El tiempo era poco y decidí emprender la vuelta, para evitar que se hiciera muy tarde, porque todavía quedaba un viaje largo. El primer recuerdo que me quedará de Ceuta, es (además del contraste de impresiones e imágenes ensambladas) el de una larga caminata y trotes hasta un lugar que no llegué a descubrir del todo. 

O, puedo ser más prosaico y decir: la próxima vez no entro sin auto.

Quedaría Ceuta para otra ocasión, lo mismo que Melilla, donde todavía no me asomé. Enclaves que en las últimas semanas se están volviendo célebres por los hechos trágicos que pasan casi todos los días, cuando los alambrados, utilería insignificante para algunos de nosotros,  son saltados por quienes no tienen otra esperanza que convencerse que todo estará mejor del otro lado.