martes, 15 de octubre de 2013

Extremo norte



La que fuera durante muchos años una ciudad internacional, continua siendo una ciudad internacional… No se si eso es bueno o malo.

Llegué a Tánger en tren, pensando en espionaje, intrigas internacionales y potencias moviendo piezas en tableros imaginarios para adueñarse del Mundo. Todo esto en un ambiente (y voy a usar una palabra que como viajero empecé a odiar) exótico. Obviamente no encontré nada de eso; creo que estoy viendo demasiadas series, más que nada porque lamenté darme cuenta que eso no iba a suceder.

Bajé del tren en un día muy soleado, caminé atravesando el sonido de las diversas lenguas que entre sí hablaban mochileros jóvenes y familias con valijas. Con mi bolso y mochila, mi ropa deportiva pero yendo hacia un tema de trabajo que hasta el momento me inquietaba, no sabía bien con cual grupo debía identificarme. Mientras iba caminando hacia la salida, con el sol del mediodía norafricano todavía golpeándome en la cara, empecé a sentir el olor del mar.

Siempre me definí como un tipo de playa. Respirar hondo y sentir el aroma marino, puede hacerme olvidar, por segundos, de todos mis problemas. Por eso me alegró ver que mi hotel se encontraba frente al mar, aún cuando estaba demasiado cerca de la estación para lo que había pagado en taxi, y el viento tampoco era tanto como en otras latitudes. Allí estaba de nuevo en un lugar que me hace sentir cómodo. Una playa donde cuando se va la niebla, se ve España como si estuviera mucho más cerca de lo que está, como si fuese solo un chapuzón de distancia.






La ciudad me despertó varias sensaciones de contrastes marcados pero para nada inverosímiles. La primera, como ya había dicho antes, una sensación de familiaridad. Quizás fue estar parando en una costanera, donde un paseo obligado al anochecer era la avenida a esa hora donde el aroma de mar se mezcla con el de los cafés y restaurantes, con sus televisores encendidos entre el resumen de noticias diario y los goles de Europa; los chicos que todavía juegan en la playa y las plazas, con los bocinazos y la música de los autos que se empiezan a arrimar a los boliches. Ese horario de transición playero que me hizo recordar a momentos de juventud fue tal vez la reminiscencia más fuerte que sentí desde que vine a vivir a Marruecos, un deja vu imposible. En un entorno tan distinto fue volver a sentir algo de casa, sensación que no perdí ni cuando el ruidoso cortejo colorido acompañaba a un niño de unos cuatro años de edad que iba a caballo a su ceremonia de circuncisión.

El otro paseo imperdible (no quiero decir “obligado”) era la Medina, pasando también por la zona de la Kasbah, el viejo fuerte-ahora museo en reparación. El tumulto en calles cada vez más angostas, el aroma de las hierbas y especias mezcladas, los sonidos de los puestos de venta de cds, las perfumerías y puestos de dulces típicos. Todo en un ambiente diferente al que fue siempre mi entorno, pero nada difícil de habituarse. Los lugares se fueron haciendo imponentes con el correr de los minutos: como antes respiraba mar, ahora respiro historia; no tiene objeto tratar de distinguir entre lo que verdaderamente sucedía en esos pasillos y lo que los viajeros imaginaron encontrar. Todo eso es una sola sensación, cosas que se mezclan como pasa con la insistencia de los comerciantes y la hospitalidad de los modestos hosteles.  

Son los viejos edificios, la vieja ciudad como imagino que debe haber sido hace décadas, antes de volver a formar parte de Marruecos. Algunas construcciones imperdonablemente vacías, arruinadas y sin posibilidad de ser recicladas se encuentran listas para perderse y así construir más torres.

La gente del lugar ve con preocupación ese fenómeno. Hablando con algunos, creen que la construcción acelerada, está alterando la particularidad de la ciudad, eso que la hace tan distinta del resto. Algo de razón deben tener. Las torres avanzan, las viejas casas y edificios se van yendo, los terrenos baldíos están ya loteados. Pero si uno observa con atención, muchas torres y edificios están a medio hacer; construcciones paradas que no se sabe cuando serán reanudadas. Lo moderno deja de serlo cuando queda sin terminar. La respuesta siempre es una: el financiamiento se acabó. Y eso siempre depende de cómo va el negocio. ¿Qué negocio?, ¡El negocio! Aaaah… Mejor no decir nada más que eso.

Noche de jueves y noche de viernes. Empiezan a llegar los micros y combis con turistas, así como los ferrys van y vienen de un lado al otro del estrecho. En su mayor número son españoles, aunque también se escucha alemán, italiano y el inconfundible acento del portugués lusitano. Comento medio en broma a un marroquí que pareciera que el fin de semana los marroquíes viajan a Tarifa y los españoles ahí, a Tánger. Se ríe, lo cual estimo una aprobación de mi comentario.

Hubo otros momentos memorables, no necesariamente relatados en orden cronológico.

Fui viajando a la parte de Tanger Med, la zona portuaria. Ahí a unos pocos minutos está el enclave español Ceuta (Sebta para el irredentismo marroquí). Lo más trágico es que su cercanía es percibida por los migrantes subsaharianos, que ruegan ser llevados al otro lado del portón. Sin éxito vuelven a adentrarse en la parte marroquí, esperando mejor suerte al día siguiente. Es trágico porque sabemos que no la tendrán, ni el siguiente, ni el que sigue, y así…

Yendo más kilómetros, ya no recuerdo para qué dirección (perdone el lector esta seguidilla de imprecisiones geográficas) se ve del otro lado del estrecho el peñón de Gibraltar… ¿Un rompecabezas mal armado?. Ya uno pierde la noción de entre cuantos países se encuentra.



Cierro con uno de los recuerdos más fuertes. Me ubico delante del faro amarillo, lugar ideal para una foto. El agua verdosa el Océano Atlántico se mezcla con el azul del Mediterráneo. Espero que llegue el viento, para volver a sentirme a gusto, en ese estado ideal.