jueves, 4 de abril de 2013

Finalmente, Casablanca…



Si les digo que estuve en Casablanca, la mayoría de los lectores de esta frase van a pensar en la película. Incluso es probable que estén tarareando la musiquita famosa. Después me doy cuenta que el hecho de estar suponiendo esto, significa que yo también hice esa asimilación mental. Para calmar a los ansiosos, les digo que sí, que sí existe el Rick’s Café, o al menos un clon medianamente convincente para quienes quieran refugiarse en un ensueño fílmico. Quien quiera pagar por unas horas de ilusión, puede hacerlo. No lo digo burlándome ni haciéndome el superado, yo pienso ir algún día.

Ahora que me saqué de encima la referencia obligada puedo seguir contando como fue la experiencia en general. 


Durante tres meses en Rabat (saliendo muy poco de mi barrio cosmopolita Agdal), me llegaban impresiones de lo que podría ser Casablanca: tenía en mente la rivalidad futbolística que, como sabemos bien, muchas veces es solo el trasfondo de rivalidades mayores. A partir de esto, salir de Rabat y empezar a ver carteles que señalen las rutas a Casablanca, sin que alguien hubiera escrito en aerosol la infaltable palabra “puta” debajo de ese nombre tan hispano era señal de ir acercándose a una zona de influencia distinta.

Casablanca es, en el sentido económico, la ciudad más importante del país. Centro económico-financiero del país, así como centro portuario y aeroportuario. Esto influye en su paisaje de grandes edificios y torres. Pero a todo esto, se le debe sumar que, por ser una ciudad costera, una serie considerable de atractivos turísticos en la playa, y una diversidad agradable de espectáculos culturales, cafés y restaurantes. Además encontramos shoppings, cines, hoteles a diferentes precios, cadenas internaciones de comida y diversos signos de modernidad consumista. Todo esto se mezcla con lo clásico y antiguo. Los edificios imponentes y locales modernos, se mezclan constantemente con las viejas construcciones tradicionales o los resabios de la colonización francesa, en una distribución que (al menos en las primeras impresiones) parece azarosa. Los contrastes se pueden definir tanto como “fascinante fusión de estilos y culturas” o como “kitsch”; la definición es a gusto de cada visitante.

La ciudad me hizo acordar en algo a Buenos Aires: los sentimientos encontrados. El tener todo lo que me gusta (o me puede gustar) a mi alcance, con el bullicio constante, las multitudes insoportables, la calles incruzables y los embotellamientos perpetuos. Lo amigable y lo detestable como dos caras de una misma moneda, impidiendo definir si amo u odio ese lugar. Pero esa misma ambivalencia parecen sentirla también los propios marroquíes, así que no debo sentirla como un vicio de viajero.


Un punto que se ha convertido en un emblema de la ciudad es la mezquita Hassan II. Situada casi en la costa, es tan imponente que se empieza a hacer visible a medida que uno se adentra en la ciudad. Es la mezquita más grande de África, y una de las más grandes del mundo árabe, solo después de La Meca y (tal vez) la mezquita de El Cairo. Al preguntar por su antigüedad, me entero que es una construcción moderna: fue construida a principios de los años ’90, durante el reinado del monarca que le da su nombre. Rodeada por una biblioteca, centros culturales y de estudios religiosos, el aire marino le confiere una sensación de tranquilidad que ameniza toda visita, a pesar de la arena que cada tanto suele volar.